Escribía
Chesterton que sólo quien nada a contracorriente sabe con certeza que está
vivo. Se trata, desde luego, de un ejercicio nada plácido, pues la energía que
el nadador a contracorriente emplea en cada brazada no se corresponde con un
avance proporcional; y basta con que flojee en su ímpetu para que la tentación
del desistimiento haga mella en él. Quien nada a favor de la corriente, en
cambio, no tiene que molestarse en bracear; y ni siquiera es preciso que esté
vivo, pues la corriente seguiría arrastrándolo como si tal cosa. Las grandes
batallas del pensamiento, las conquistas que han ensanchado el horizonte
humano, siempre se han librado a contracorriente; y, con frecuencia, quienes se
atrevieron a protagonizarlas fueron contemplados por sus contemporáneos como
retrógrados, incluso como peligrosos delincuentes. Pero, junto al rechazo o
incomprensión de su época, estos pioneros que osaron contrariar el «espíritu de
los tiempos» pudieron proclamar con orgullo que estaban vivos; y con su
sacrificio irradiaron vida en un mundo acechado por la muerte, convocaron a la
vida a quienes por cobardía, por estolidez, por conformidad con las ideas
establecidas nadaban a favor de la corriente.
Así
debió ocurrir con los primeros patricios que, en la época de máximo esplendor
del Imperio Romano, empezaron a manumitir esclavos, como aquel Filemón que,
siguiendo las instrucciones de San Pablo, decidió acoger a su esclavo Onésimo
como si de un «hermano querido» se tratase. Cuando Filemón manumite a Onésimo,
la esclavitud no era tan sólo una institución jurídica plenamente reconocida,
auspiciada y protegida por la ley; era también el cimiento de la organización
económica romana. Según establecía el derecho de gentes de la época, los
esclavos eran individuos que, aun perteneciendo a la especie humana, no eran
«personas» en el sentido jurídico de la palabra, sino «bienes» sobre los que
sus amos podían ejercer un «derecho» de libre disposición. Los nadadores a
contracorriente como Filemón alegaron entonces que, más allá de los preceptos
legales, existía un estado de naturaleza que permitía reconocer en cualquier
ser humano una dignidad inalienable; y que tal dignidad era previa a su
consideración de ciudadano romano. Aquella subversión del sistema legal
establecido ponía en peligro el progreso material de Roma; y quienes entonces
nadaban a favor de la corriente se emplearon a fondo en el mantenimiento de un
orden legal que favorecía sus intereses.
Tan
a fondo se emplearon que la abolición de la esclavitud aún tardaría muchos
siglos en imponerse; y no lo hizo hasta que el ímpetu pionero de nadadores a
contracorriente como Filemón propició una metanoia social, un cambio de mente
que antepuso ese meollo irrenunciable de humanidad que nos permite distinguir
la dignidad inalienable de cualquier persona sobre los indudables beneficios
económicos de la esclavitud. Y en el largo camino que condujo a esa conquista
muchos Filemones fueron señalados como retrógrados, perseguidos y condenados al
ostracismo.
Como
ocurriera hace dos mil años a los primeros patricios romanos que empezaron a
manumitir esclavos, ocurre hoy a quienes se oponen al aborto. Los nadadores a
favor de la corriente los anatemizan y escarnecen, los calumnian presentándolos
como detractores de los «derechos de la mujer», los caracterizan como sombríos
«retrógrados» que amenazan el progreso social.
Pero,
como aquellos primeros patricios romanos que reconocieron en cualquier persona
una dignidad inalienable, quienes hoy se oponen al aborto no hacen sino velar
por ese meollo irrenunciable de humanidad que nos constituye, que nos permite
reconocer como miembro de la familia humana a quien aún no tiene voz para proclamarlo,
que nos impone proteger la vida gestante, la más desvalida e inerme, como
garantía de nuestra propia supervivencia moral, para que no nos ocurra lo que
Marcel Proust denunciaba, al describir el clima de corrupción en el que se
desenvolvían sus personajes: «Desde hacía tiempo ya no se daban cuenta de lo
que podía tener de moral o inmoral la vida que llevaban, porque era la de su
ambiente.
Nuestra
época, para quien lea su historia dentro de dos mil años, parecerá que hubiese
hundido estas conciencias tiernas y puras en un ambiente vital que se mostrará
entonces como monstruosamente pernicioso y donde, sin embargo, ellas se
encontraban a gusto».
El
día en que nos encontremos a gusto en un ambiente vital que consagra el aborto
como «derecho» habremos dejado de merecer el calificativo de humanos; porque
simplemente habremos dimitido de la razón, que es -según nos enseñaba
Aristóteles- capacidad de discernimiento sobre lo que es justo y lo que es
injusto. Y cuando el hombre se desprende de la razón es como cuando las ramas
se desprenden del árbol, que no les aguarda otro destino sino amustiarse.
Cuando el aborto se acepta como una conquista de la libertad o del progreso,
cuando se niega o restringe el derecho a la vida de las generaciones venideras,
nuestra propia condición humana se debilita hasta perecer; y entonces nos
convertimos, irrevocablemente, en esos nadadores a favor de la corriente que,
sin advertirlo, aceptan su propia muerte con tal de no bracear. Porque muertos
están quienes por cobardía, por estolidez, por conformidad con las ideas
establecidas defienden el aborto; y también quienes con su silencio o
indiferencia lo amparan, quienes con su anuencia sorda respiran sus miasmas,
fingiendo que no les contagian.
A
los soldados aliados que, en su avance hacia Berlín, liberaban los campos de
concentración donde durante años se habían hacinado prisioneros famélicos,
puras radiografías de hombre despojadas de su dignidad, no les estremecía tanto
el espectáculo dantesco que se desplegaba ante sus ojos como la pretendida
ignorancia de los lugareños vecinos, que habían visto llegar trenes abarrotados
de presos al apeadero de su pueblo, que habían visto humear las chimeneas de
los hornos crematorios, que habían visto descender la ceniza de los cadáveres incinerados
sobre sus tierras de labranza y, sin embargo, habían fingido no enterarse de lo
que estaba sucediendo ante sus narices.
Con
esta nueva forma de holocausto que es el aborto ocurre lo mismo: llegará el día
en que las generaciones venideras, al asomarse a los cementerios del aborto, se
estremezcan de horror, como hoy nos estremecemos ante las matanzas que
ampararon los totalitarismos de hace un siglo (sólo que, para entonces, las
cifras del aborto serán mucho más abultadas, vertiginosas de tan abultadas);
pero se estremecerán, sobre todo, ante la complicidad tácita de una sociedad
que, dimitiendo de su humanidad, prefirió volver el rostro hacia otro lado
cuando se trataba de defender la vida más inerme, que incluso aceptó el aborto
como un instrumento benéfico, entronizándolo en la categoría de «derecho».
Aunque han pasado escasamente tres años, me parece que vale la pena. Es sumamente esclarecedor.
ResponderEliminar