Felicidad de consumo
Quizá nunca como
en nuestros días nos habíamos empeñado tanto en buscar la felicidad, y quizá
nunca como en nuestros días nos habíamos sentido tan infelices. Quizá nunca
como en nuestros días habíamos alcanzado cotas tan altas de bienestar; sin
embargo, esa medida no coincide con nuestra percepción de la felicidad.
En los últimos años se ha producido un aumento
casi exponencial de crisis de angustia, ansiedad, depresiones, fobias,
obsesiones, trastornos de la conducta alimentaria, hiperactividad, adicciones,
ludopatías, problemas de personalidad… Nunca habíamos consumido tantos
tranquilizantes, antidepresivos y ansiolíticos. La insatisfacción de muchas
personas que viven satisfechas, el malestar en la sociedad del bienestar, el
sinsentido en el balneario del placer, es una realidad contradictoria con la
que nos hemos acostumbrado a vivir. ¿Será que no sabemos ser felices? ¿Será que
no sabemos qué es la felicidad?
A esa felicidad a la que aspiramos le ponemos mil
nombres: dinero, salud, prestigio social, tranquilidad, seguridad, éxito
profesional, placer, bienestar… pero no sabemos exactamente qué es. Creemos que
en “esas cosas” debe consistir la felicidad, que basta con encontrar “algo”
que, como una piedra filosofal, convierta nuestra vida en un camino de rosas.
El objetivo parece consistir en poseer algo que por sí mismo nos haga ser
felices, como aquella canción que repetía: “Yo para ser feliz quiero un
camión”, como si la felicidad tuviera la forma de un condicional: “Yo sería
feliz si…”, como si fuera un artículo de consumo.
Ricard
Layard, profesor emérito de la London School of
Economics, mantiene que la infelicidad viene causada en la
actualidad por dos elementos principalmente: el acostumbramiento (cuantas más
cosas tenemos, menos nos satisfacen proporcionalmente) y el descontento que nos
produce la comparación con los demás. Son, como se ve, dos “motivos” que se
derivan directamente de dos principios que rigen nuestras sociedades
occidentales: el consumismo y el individualismo.
El acostumbramiento se parece a lo que el filósofo
alemán Odo Marquard llama “ley de penetración creciente del resto”, que se
puede enunciar de la siguiente manera: “cuantas más cosas negativas desaparecen
de nuestro entorno, más enojoso resulta lo poco negativo que permanece”. Para
una persona que nunca en su vida ha sufrido una contrariedad, la primera que se
cruza en su camino, por insignificante que sea, representa un obstáculo casi
insuperable. Es lo que pasa con muchos de nuestros hijos, a los que les damos
todo hecho, los sobreprotegemos, los blindamos con nuestros cuidados, los
mantenemos en un ambiente perfectamente aséptico donde nada negativo los roce.
Pero a la hora de la adversidad, cuando los padres ya no pueden intervenir, se
sienten indefensos e impotentes; ante el mínimo revés, el mundo se les viene
encima y ellos se vienen abajo.
Y nos ocurre también a los adultos. Vivimos
intoxicados de comodidad, tanto que cualquier contrariedad, por nimia que sea,
nos incomoda, incluso se nos hace insufrible. La felicidad de consumo acaba consumiendo
nuestra felicidad. Porque no nos damos cuenta de que la felicidad, como dice
Fernando Alberca, “está hecha de un montón gigante de cosas enanas”.
Lógicamente, esas “cosas enanas” no son cosas: son amigos, actitudes, sonrisas,
inquietudes, bromas, problemas, circunstancias, palabras, caricias, versos…
¡Feliz Navidad!
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