El profesor Gary McPherson, director del Conservatorio
de Música de Melbourne, quiso descubrir por qué algunos alumnos progresan de
forma rápida en el aprendizaje musical mientras que otros no. Se decidió a
hacer un seguimiento a 157 niños de entre siete y ocho años, escogidos al azar,
desde poco antes de que tomaran un instrumento por primera vez hasta que se
graduaron en el instituto. McPherson fue observando la curva de aprendizaje de
esos alumnos con la idea de encontrar un factor decisivo que explicase por qué
unos alumnos aprenden mejor y más rápidamente que otros.
Tal y como lo explica Dan Coyle en su
libro Las claves del talento, el profesor McPherson no
encontró explicación para la diferencia en el progreso de aprendizaje en
ninguno de los datos que había reunido. La clave no estaba ni en la
sensibilidad auditiva, ni en el cociente intelectual, ni en el sentido del
ritmo o la habilidad para las matemáticas, ni en el nivel de ingresos
familiares… Eso le obligó a considerar un nuevo factor, una pregunta sencilla
que había formulado a los niños al principio, la pregunta era ésta: ¿durante
cuánto tiempo crees que tocarás tu nuevo instrumento?
Esa pregunta tan simple indagaba el
compromiso personal que cada alumno había establecido con su propio aprendizaje
e, insospechadamente, se convirtió en la clave. McPherson clasificó las
respuestas en tres grupos según manifestaran un compromiso a corto, a medio o a
largo plazo, y comprobó que el rendimiento en las pruebas de habilidad de los
niños que dijeron que tocarían su instrumento durante toda su vida superó con
creces al de los que se comprometieron a corto plazo (durante un año o hasta
acabar primaria): con la misma cantidad de práctica, el grupo comprometido a
largo plazo superaba en rendimiento al grupo comprometido a corto plazo en un
400 por ciento y, cuando el compromiso a largo plazo se combinaba con altos
niveles de práctica, las puntuaciones se disparaban.
¿Y qué tiene esto que ver con la
familia? Mucho, muchísimo. No olvidemos que la familia surge de un compromiso.
Y no es lo mismo comenzar con un “a ver qué pasa” que con un “para siempre”. Es
evidente que quien se compromete para siempre tiene muchas más posibilidades
(quizá más de un 400%) de que la unión funcione que aquel que piensa que no es
necesario ningún compromiso. Y si a ese compromiso a largo plazo se le añaden
altos niveles de práctica los resultados son espectaculares. En la relación de
pareja esa práctica consiste en llevar a cabo día a día las “obras del amor”:
estar por el otro, tener detalles con él, esforzarse porque la relación
funcione, quererse cada día un poco más, pedir perdón y perdonar, mantener la
comunicación…
El profesor McPherson llegó a la
conclusión de que la buena interpretación musical (la felicidad de la pareja,
decimos nosotros) necesita de un compromiso a largo plazo (un “para siempre”) y
muchas horas de práctica (las obras del amor cotidianas). Las parejas felices
no lo son porque tengan unas aptitudes especiales, sino porque se han elegido
para toda la vida y toda la vida la dedican a renovar esa elección.
No hay comentarios:
Publicar un comentario