¿Cómo sobrevive España con ese porcentaje
escalofriante de parados? ¿Cómo no está a diario la gente en la calle? ¿Cómo no
se disparan las cifras de hurtos, de robos, de asaltos? Hay algo que no cuadra,
te dicen desde fuera. La contención misteriosa del pueblo español encuentra su
explicación en la economía sumergida, que existe, obvio, pero conociendo a los
míos me decanto más por la idea de que es la familia, esa institución que tanta
aversión intelectual provocaba en mi generación, la que está salvando el país
del desastre. Una solidaridad muda y eficaz que está paliando el déficit de
guarderías, de ayudas relacionadas con la célebre ley de dependencia, que
afectan al cuidado de enfermos crónicos, ancianos o discapacitados. Nadie está
ya libre, o casi nadie, de tener que tender su mano a algún familiar en paro o
de tener que subvencionar las vidas de unos hijos que no vislumbran el momento
de ser plenamente independientes.
¿Estábamos malcriados? Puede, puede que nos
mereciéramos una reprimenda, puede que no hubiéramos sabido transmitir a
nuestros hijos que la generación de nuestros padres fue la del hambre, puede
que con tanto empeño en la recuperación de la memoria histórica se nos hubiera
olvidado lo esencial, que España era, en esencia, un país humilde en el que la
gente no gastaba más allá de lo que tenía. Puede que necesitáramos con urgencia
un cambio de mentalidad, de acuerdo, pero eso no significa que fuéramos
merecedores de este castigo. Un castigo que sufren con más virulencia, como si
el hilo de esta historia los manejara un ser perverso, aquellos que carecen de
responsabilidad en este caos económico.
España se va manteniendo gracias a la unión
de muchos esfuerzos anónimos e individuales. Eso es lo que de momento contiene
el cabreo que produce el ver que los responsables de esta pesadilla nunca serán
castigados.
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