La sociedad
narcisista en la que vivimos valora la eficacia y da culto a lo joven, bello y
hermoso. La vejez es un contravalor y no se estima la “sabiduría del corazón”
que representan los años. Debido a esta cultura y a otros factores sociales, en
ocasiones, los ancianos son para algunos
hijos una carga que se pasan de unos a otros y muchos terminan desamparados.
Sin embargo, en esta misma sociedad, los abuelos son actualmente una ayuda
imprescindible para aquellas parejas de matrimonios jóvenes que, abocadas al
trabajo fuera del hogar tanto el marido como la mujer, ven en sus padres el
mejor seguro de la educación de sus hijos.
Ahí están las
estampas de cada día, del abuelo o abuela que recoge a su nieto a la salida del
colegio. Y que ayuda en tareas domésticas de la nueva familia de sus hijos.
Pero sobre todo
ahora, cuando muchas familias jóvenes
sufren de cerca la lacra del
paro, allí están los abuelos compartiendo lo que tienen para ayudar a hijos y
nietos.
Esta generación de
personas mayores se forjó en años duros No tuvieron las comodidades que gozan
hoy sus nietos, ni las posibilidades culturales y educativas que tienen sus
hijos pues muy pronto conocieron la
dureza del trabajo para traer dinero a casa. Son hombres y mujeres hechos a sí
mismos, autodidactas, sacrificados, capaces de un aguante sobrehumano y de las
más heroicas renuncias. Precisamente son ellos quienes están desempeñando una
labor supletoria en la transmisión de la fe y de los valores que han configurado
la institución natural de la familia. Por esto y por otras muchas razones, los
abuelos siguen siendo un gran tesoro de humanidad en todas las tradiciones
culturales.
En África se dice
que, cuando muere un anciano “ha desaparecido una biblioteca”. Los mayores allí
son los custodios de la memoria colectiva. En cambio, en Occidente, nadie
quiere parecer viejo y se ha perdido el respeto a la “vejez venerable”.
En Valencia en
el V Encuentro Mundial de las Familias decía
Benedicto XVI: “Deseo referirme ahora a los abuelos, tan importantes en las
familias. Ellos pueden ser –y son tantas veces– los garantes del afecto y la
ternura que todo ser humano necesita dar y recibir. Ellos dan a los pequeños la
perspectiva del tiempo, son memoria y riqueza de las familias. Ojalá que, bajo
ningún concepto, sean excluidos del círculo familiar. Son un tesoro que no
podemos arrebatarles a las nuevas generaciones, sobre todo cuando dan
testimonio de fe ante la cercanía de la muerte”.
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