Benedicto XVI: Navidad, misterio que conmueve nuestra fe y existencia
Estamos a
pocos días de la celebración de la
Natividad del Señor. El saludo que recorre en estos días los
labios de todos es “¡Feliz Navidad! ¡Saludos por las buenas fiestas navideñas!”
Verifiquemos que, también en la sociedad actual, el intercambio de los saludos
no pierda su profundo valor religioso, y la fiesta no sea absorbida por los
aspectos exteriores, que tocan las fibras del corazón. Efectivamente, los
signos externos son hermosos e importantes, siempre que no nos distraigan, sino
que nos ayuden a vivir la
Navidad en su verdadero sentido --aquello sagrado y
cristiano--, de modo que tampoco nuestra alegría sea superficial, sino
profunda.
Con
la liturgia navideña la
Iglesia nos introduce en el gran Misterio de la Encarnación. La
Navidad, en efecto, no es un simple aniversario del nacimiento de Jesús; es
también esto, pero es más aún, es celebrar un Misterio que ha marcado y
continua marcando la historia del hombre –Dios mismo ha venido a habitar en
medio de nosotros (cfr. Jn. 1,14), se ha hecho uno de nosotros--; un Misterio
que conmueve nuestra fe y nuestra existencia; un Misterio que vivimos
concretamente en las celebraciones litúrgicas, en particular en la Santa Misa.
Cualquiera
podría preguntarse: ¿cómo es posible que yo viva ahora este evento tan lejano
en el tiempo? ¿Cómo puedo participar provechosamente en el nacimiento del Hijo
de Dios, ocurrido hace más de dos mil años? En la Santa Misa de la Noche de Navidad,
repetiremos como estribillo de respuesta al salmo responsorial estas palabras:
“Hoy ha nacido para nosotros el Salvador”. Este adverbio de tiempo, “hoy”, se
utiliza más veces en las celebraciones natalicias y está referido al hecho del
nacimiento de Jesús y a la salvación que la Encarnación del Hijo
de Dios viene a traer. En la
Liturgia, tal venida sobrepasa los límites del espacio y del
tiempo y se vuelve actual, presente; su efecto perdura, en el transcurrir de
los días, de los años y de los siglos. Indicando que Jesús nace “hoy”, la Liturgia no usa una frase
sin sentido, sino subraya que esta Navidad incide e impregna toda la historia,
sigue siendo una realidad incluso hoy, a la cual podemos acudir precisamente en
la liturgia. A nosotros los creyentes, la celebración de la Navidad renueva la certeza
de que Dios está realmente presente con nosotros, todavía “carne” y no sólo
lejano: aún estando con el Padre está cerca de nosotros. Dios, en aquel Niño
nacido en Belén, se ha acercado al hombre: nosotros lo podemos encontrar
todavía, en un “hoy” que no tiene ocaso.
Me
gustaría insistir sobre este punto, porque al hombre contemporáneo, hombre de
lo “razonable”, de lo experimentable empíricamente, se le hace cada vez más
difícil abrir el horizonte y entrar en el mundo de Dios. La redención de la
humanidad es sin duda, un momento preciso e identificable de la historia: en el
acontecimiento de Jesús de Nazaret; pero Jesús es el Hijo de Dios, es Dios
mismo, que no solo le ha hablado al hombre, que le mostró signos maravillosos,
que lo condujo a través de toda una historia de salvación, sino que se ha hecho
hombre y permanece hombre. El Eterno ha entrado en los límites del tiempo y del
espacio, para hacer posible “hoy” el encuentro con Él. Los textos litúrgicos
navideños nos ayudan a entender que los eventos de la salvación realizados por
Cristo son siempre actuales, interesan a cada hombre y a todos los hombres.
Cuando escuchamos o pronunciamos, en las celebraciones litúrgicas, este “hoy ha
nacido para nosotros el Salvador”, no estamos utilizando una expresión
convencional vacía, sino entendemos que Dios nos ofrece “hoy”, ahora, a mí, a
cada uno de nosotros, la posibilidad de reconocerlo y de acogerlo, como
hicieron los pastores de Belén, para que Él nazca también en nuestra vida y la
renueve, la ilumine, la transforme con su Gracia, con su Presencia.
La Navidad, por tanto,
mientras conmemora el nacimiento de Jesús en la carne, de la Virgen María –y
numerosos textos litúrgicos hacen revivir a nuestros ojos este o aquél
episodio--, es un evento eficaz para nosotros. El papa san León Magno,
presentando el sentido profundo de la
Fiesta de Navidad, invitaba a sus fieles con estas palabras:
“Exultemos en el Señor, queridos míos, y abramos nuestros corazón a la alegría
más pura, porque ha despuntado el día que para nosotros significa la nueva
redención, la antigua preparación, la felicidad eterna. Se renueva en realidad
para nosotros, en el ciclo anual que transcurre, el alto misterio de nuestra
salvación, que, prometido al inicio y otorgado al final de los tiempos, está
destinado a durar para siempre” (Sermón 22, In Nativitate Domini, 2,1: PL
54,193). Y, siempre san León Magno, en otra de sus homilías navideñas,
afirmaba: “Hoy, el creador del mundo ha sido generado en el seno de una virgen:
aquel que había hecho todas las cosas se ha hecho hijo de una mujer creada por
él mismo. Hoy, la Palabra
de Dios ha aparecido revestido de carne y, aunque nunca había sido visible al
ojo humano, se ha hecho también visiblemente palpable. Hoy los pastores han
escuchado por voz de los ángeles que ha nacido el Salvador en la sustancia de
nuestro cuerpo y de nuestra alma” (Sermón 26, In Nativitate Domini, 6,1: PL
54,213).
Hay
un segundo aspecto al cual quisiera aludir brevemente: el evento de Belén debe
ser considerado a la luz del Misterio Pascual: el uno y el otro son parte de la
única obra redentora de Cristo. La Encarnación y el nacimiento de Jesús nos invitan
a dirigir, desde ya, la mirada sobre su muerte y su resurrección: Navidad y
Pascua, ambas son fiestas de la redención. La Pascua se celebra como victoria sobre el pecado y
sobre la muerte: marca el momento final, cuando la gloria del Hombre-Dios
resplandece como la luz del día; la
Navidad se celebra como el entrar de Dios en la historia
haciéndose hombre para restituir el hombre a Dios: marca, por así decirlo, el
momento inicial, cuando se deja entrever el clarear del alba. Pero así como el
alba precede y hace ya presagiar la luz del día, así la Navidad anuncia ya la Cruz y la gloria de la Resurrección. También
los dos períodos del año, en los cuales están situadas las dos grandes fiestas,
al menos en algunas áreas del mundo, pueden ayudar a comprender este aspecto.
Efectivamente, mientras la
Pascua cae al inicio de la primavera, cuando el sol vence las
densas y frías nieblas y renueva la faz de la tierra, la Navidad cae justo al
inicio del invierno, cuando la luz y el calor del sol no llegan a despertar a
la naturaleza, envuelta por el frío; pero sin embargo, bajo su manto palpita la
vida y comienza de nuevo la victoria del sol y del calor.
Los
padres de la Iglesia
leían siempre el nacimiento de Cristo a la luz de la entera obra redentora, que
encuentra su cúspide en el Misterio Pascual. La Encarnación del Hijo
de Dios aparece no solo como el inicio y la condición de la salvación, sino
como la presencia misma del Misterio de nuestra salvación: Dios se hace hombre,
nace niño como nosotros, toma nuestra carne para vencer a la muerte y al
pecado. Dos textos significativos de san Basilio lo ilustran bien. San Basilio
decía a los fieles: “Dios asume la carne justo para destruir la muerte en ella
escondida. Como los antídotos de un veneno, una vez ingeridos anulan los
efectos, y como la oscuridad de una casa se disuelve a la luz del sol, así la
muerte que dominaba sobre la naturaleza humana fue destruida por la presencia
de Dios. Y como el hielo, que permanece sólido en el agua mientras dura la
noche y reina la oscuridad, se derrite de inmediato al calor del sol. Así la
muerte, que había reinado hasta la venida de Cristo, apenas aparece la gracia
del Dios Salvador y surge el sol de justicia, “fue devorada por la victoria” (1
Cor. 15,54), sin poder coexistir con la
Vida” (Homilía
sobre el nacimiento de Cristo, 2: PG 31,1461). Y también san
Basilio, en otro texto, hacía esta invitación: “Celebramos la salvación del
mundo, la navidad del género humano. Hoy ha sido perdonada la culpa de Adán. No
tenemos que decir nunca más: “Eres polvo y al polvo tornarás” (Gn. 3,19), sino,
unidos a aquel que ha venido del cielo, serán admitidos en el cielo” (Homilía sobre el nacimiento de Cristo,
2: PG 31,1461).
En
Navidad encontramos la ternura y el amor de Dios que se inclina sobre nuestros
límites, sobre nuestras debilidades, sobre nuestros pecados y se abaja hasta
nosotros. San Pablo afirma que Jesucristo “siendo de condición divina... se
despojó de sí mismo, tomando la condición de esclavo, asumiendo semejanza
humana” (Fil. 2,6-7). Miremos a la gruta de Belén: Dios se abaja hasta ser
acostado en un pesebre, que es ya el preludio del abajamiento en la hora de su
pasión. El culmen de la historia del amor entre Dios y el hombre pasa a través
del pesebre de Belén y el sepulcro de Jerusalén.
Queridos
hermanos y hermanas, vivamos con alegría la Navidad que se acerca. Vivamos este
acontecimiento maravilloso: el Hijo de Dios nace aún “hoy”, Dios está
verdaderamente cercano a cada uno de nosotros y quiere encontrarnos, quiere
llevarnos a Él. Es Él la verdadera luz, que elimina y disuelve las tinieblas
que envuelven nuestra vida y a la humanidad. Vivamos la Navidad del Señor
contemplando el camino del inmenso amor de Dios que nos ha elevado hacia Sí a
través del Misterio de la
Encarnación, Pasión, Muerte y Resurrección de su Hijo, porque
–como afirma san Agustín- “en (Cristo) la divinidad del Unigénito se ha hecho
partícipe de nuestra mortalidad, a fin de que podamos participar de su
inmortalidad” (Epístola 187,6,20: PL33,839-840). Sobre todo contemplemos y
vivamos este Misterio en la celebración de la Eucaristía, centro de la Santa Navidad; allí
se hace presente Jesús de modo real, verdadero Pan bajado del cielo, verdadero
Cordero sacrificado por nuestra salvación.
Les
deseo a todos ustedes y a sus familias, la celebración de una Navidad
verdaderamente cristiana, de modo que también los intercambios de saludos en
aquel día sean expresión del gozo de saber que Dios está cerca de nosotros y
quiere recorrer con nosotros el camino de la vida. Gracias.
Traducción
del original italiano por José Antonio Varela Vidal
©Librería
Editorial Vaticana
Perdón: es un poco largo y he omitido algunas partes. De todas formas, se lee bien y tiene, como todas las palabras del papa Benedicto XVI, hondura y sencillez. Hay que leerlo.
ResponderEliminarY Feliz Navidad otra vez!